miércoles, 16 de mayo de 2012

Jack Kerouac

"Jack siempre tuvo una vida problemática, siempre saliendo de ciudades donde tenía problemas. Constantemente pedía a sus amigos que lo visitasen, le daba igual que estuvieran a 2.500 kilómetros de distancia, él les decía: "Coge un avión y ven ahora mismo para acá."
Llevó una vida muy solitaria y sus cartas eran bastante tristes... tan tristes como mientras estaba conmigo.
Jack me dijo una vez: "¿Sabes, Huncke? eres la primera persona que me hizo tener interés por Sinatra." Él estaba muy borracho. Yo no podía soportar aquel rostro triste, solitario, hinchado, cada vez más gordo... Mi impresión era que él se estaba convirtiendo en un viejo tonto.
En un momento dado él estaba hablando de algo que lo tocó profundamente... quería recordar lo que era pero en el momento en que contaba la historia comenzó a caer para un lado en la silla y su cabeza caía sobre su hombro. Cuando se movió para recomponerse había lágrimas en sus ojos. Eso me hizo querer llorar también... y lo hice poco después..."

Herbert Huncke









miércoles, 4 de abril de 2012

Fragmento de "La Madre" (Maxim Gorki)


"De igual modo vivía el cerrajero Mijaíl Vlásov,hombre sombrío, velludo, de ojuelos recelosos que miraban desconfiados, con malvada ironía, bajo unas pobladas cejas. Era el mejor cerrajero de la fábrica, el hércules del arrabal; se mostraba grosero con sus jefes, y por eso ganaba poco; no pasaba domingo sin que no diese una paliza a alguien; nadie le quería,temíanle todos. También intentaban pegarle a él, pero sin conseguirlo. En cuanto Vlásov veía venir gente dispuesta a acometerle, agarraba una piedra, una tabla o un trozo de hierro y, afianzándose en la tierra con las piernas muy abiertas, esperaba callado al enemigo. Su cara, cubierta de ojos a cuello por negra barba, sus manazas velludas, causaban general espanto. Infundían miedo sobre todo sus ojos, pequeños y agudos, que penetraban en los hombres,como taladros de acero. Cuando se tropezaba con su mirada, sentíase la presencia de una fuerza salvaje, impávida, pronta a golpear sin piedad.
- ¡Largo de aquí, canallas! -decía sordamente.
Entre la tupida pelambrera del rostro, brillaban los dientes grandes y amarillos. Y los adversarios retrocedían increpándole medrosos, aullando una retahíla de denuestos.
- ¡Canallas! -les gritaba lacónico, y en sus ojos fulguraba un sarcasmo punzante como una lezna.
Luego, irguiendo la cabeza con ademán retador, seguía a los enemigos, desafiándoles:
- ¡A ver!, ¿quién quiere morir?
Nadie quería.
Hablaba poco, y "canalla" era su palabra favorita. Con esta palabra denominaba a los jefes de la fábrica y a la policía; con ella se dirigía a su mujer.
- ¡Canalla! ¿No ves que los pantalones están rotos?

Cuando su hijo Pável hubo cumplido catorce años, le entraron ganas a Vlásov de tirarle una vez más de los pelos. Pero Pável, agarrando un pesado martillo, dijo conciso:
- ¡No me toques!...
- ¿Cómo? -preguntó el padre avanzando hacia el chico, de figura esbelta y fina, como avanza la nube sobre el abedul.
- ¡Basta! -dijo Pável-. No te lo consiento más...
Y alzó el martillo.
Miróle el padre, se llevó a la espalda las velludas manos y repuso burlón:
- Bien...
Y luego de un profundo suspiro, agregó:
- ¡Ah, canalla!...
Poco después advirtió a su mujer:
- No me pidas más dinero. Pável te dará de comer.
- ¿Vas a bebértelo todo? -se atrevió ella a preguntar.
- ¡A ti no te importa, canalla!... Me echaré una querida.
No se buscó una querida, pero desde aquel instante hasta su muerte, que aconteció unos dos años más tarde, no volvió a mirar a su hijo ni a dirigirle la palabra.

Tenía un perro, tan grande y peludo como él mismo. Por las mañanas el animal le acompañaba hasta la fábrica, y todas las tardes le esperaba a la puerta. Los días de fiesta Vlásov iba de taberna en taberna. Caminaba en silencio, y, como si buscara a alguien, arañaba con la mirada a la gente. Durante todo el día, iba el perro en pos de él, gacha la cola grande y fastuosa. Vlásov volvía a casa borracho, cenaba y daba de comer en su mismo plato al perro. No pegaba ni regañaba nunca al animal, pero tampoco lo acariciaba. Después de cenar, si la mujer no andaba lista para retirar la vajilla de la mesa, tiraba los cacharros al suelo, se ponía delante una botella de vodka y recostado contra la pared, abriendo mucho la boca y cerrando los ojos, berreaba con sorda voz, que infundía tristeza, una canción. Los melancólicos y discordes sonidos se le enredaban en los bigotes, haciendo caer las migajas de pan; el cerrajero se atusaba con sus dedazos la barba y los bigotes y seguía cantando. La letra de la canción era larga y un tanto incomprensible; su tono recordaba el aullido del lobo en invierno. Cantaba mientras había vodka en la botella. Luego, tendíase en el banco o apoyaba la cabeza en la mesa, y así dormía hasta que la sirena le despertaba. El perro echábase a su lado.

Murió de hernia. Durante unos cinco días estuvo retorciéndose en el lecho, muy cerrados los ojos, todo él ennegrecido, rechinando los dientes. A veces, le decía a su mujer:
- Dame arsénico, envenéname...
El médico ordenó que le pusieran a Mijaíl unas cataplasmas, pero advirtió que la operación era imprescindible y que había que trasladarle al hospital aquel mismo día.
- Vete al diablo, ¡ya me moriré yo solo! ¡Canalla! -barbotó Mijaíl con ronca voz.
Cuando el doctor se hubo marchado, su mujer, llorando, quiso convencerle de que se sometiera a la operación. Mijaíl, amenazándola con el puño crispado, declaró:
- Si me curo, ¡va a ser peor para ti!
Se murió una mañana, cuando la sirena llamaba al trabajo a los obreros. Yacía en el ataúd, abierta la boca sin acritud, pero el ceño continuaba fruncido con enfado. Le llevaron al cementerio su mujer, su hijo, su perro, Danilo Vesovschikov, un ladrón viejo y borracho despedido de la fábrica, y algunos mendigos del arrabal. La mujer lloró un poco en silencio. Pável no vertió ni una lágrima.
Los que se cruzaban con el fúnebre cortejo se detenían persignándose y diciendo:
- Seguramente, Pelagueia se alegrará, estará contenta de que haya muerto...
Algunos corregían:
- No se ha muerto, ha reventado...
Ya enterrado el ataúd, marcháronse todos. El perro quedó allí, echado en la tierra recién removida, olfateando durante mucho tiempo la tumba, sin lanzar ni un aullido. A los pocos días, alguien lo mató..."

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domingo, 1 de abril de 2012

Invocation of my demon brother (Kenneth Anger, 1969)

Esta obra maestra de 11 minutos se hizo a base de retazos desechados de lo que en un principio iba a ser un largometraje (Lucifer Rising, A Love Vision), rodado en San Francisco en 1966 y más tarde en Londres. El corto capta convincentemente la psicología oscura y caótica de los Estados Unidos en 1969. Considerada como una de las más demoníacas películas de Anger, es también un ejemplo perfecto del trabajo de este cineasta, que trabaja en esta ocasión con Mick Jagger y cuenta con la presencia de Anton LaVey y Bobby Beausoleil.
En los años 90 se reeditó con otra banda sonora que a mí personalmente me gusta más que la hecha por Mick Jagger, asi que esta versión es la que os dejo:


jueves, 29 de marzo de 2012

Judith y Holofernes


"Desayuné en mi pabellón de madreselva y leí el libro de Judith y envidié al feroz pagano Holofernes por su real hembra, que le corta la cabeza, y por su bello y sangriento final.

El Señor lo ha castigado por medio de una mujer.

La frase me asombra.

Qué poco galantes son estos judíos, pensé, y su Dios bien podría escoger expresiones más decentes cuando habla del bello sexo.

El Señor lo ha castigado por medio de una mujer, repetí para mí. Bueno, ¿qué puedo hacer yo para que me castigue?"

Fragmento de La Venus de las pieles (Leopold von Sacher-Masoch)

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martes, 27 de marzo de 2012

Fragmento de "Memorias del subsuelo" (Fiódor M. Dostoievski)

 Así comienza uno de mis libros favoritos:

"Soy un enfermo. Soy un malvado. Soy un hombre desagradable. Creo que padezco del hígado. Pero no sé absolutamente nada de mi enfermedad. Ni siquiera puedo decir con certeza dónde me duele.
Ni me cuido ni me he cuidado nunca, pese a la consideración que me inspiran la medicina y los médicos. Además, soy extremadamente supersticioso... lo suficiente para sentir respeto por la medicina. (Soy un hombre instruido. Podría, pues, no ser supersticioso. Pero lo soy.) Si no me cuido, es, evidentemente, por pura maldad. Ustedes seguramente no lo comprenderán; yo sí que lo comprendo. Claro que no puedo explicarles a quién hago daño al obrar con tanta maldad. Sé muy bien que no se lo hago a los médicos al no permitir que me cuiden. Me perjudico sólo a mí mismo; lo comprendo mejor que nadie. Por eso sé que si no me cuido es por maldad. Estoy enfermo del hígado. ¡Me alegro! Y si me pongo peor, me alegraré más todavía.


Hace ya mucho tiempo que vivo así; veinte años poco más o menos. Ahora tengo cuarenta. He sido funcionario, pero dimití. Fui funcionario odioso. Era grosero y me complacía serlo. Ésta era mi compensación, ya que no tomaba propinas. (Esta broma no tiene ninguna gracia pero no la suprimiré. La he escrito creyendo que resultaría ingeniosa, y no la quiero tachar, porque evidencia mi deseo de zaherir.) Cuando alguien se acercaba a mi mesa en demanda de alguna información, yo rechinaba los dientes y sentía una voluptuosidad indecible si conseguía mortificarlo. Lo lograba casi siempre. Eran, por regla general, personas tímidas, timoratas. ¡Pedigüeños al fin y al cabo! Pero también había a veces entre ellos hombres presuntuosos, fanfarrones. Yo detestaba especialmente a cierto oficial. Él no quería someterse, e iba arrastrando su gran sable de una manera odiosa. Durante un año y medio luché contra él y su sable, y finalmente salí victorioso; dejó de fanfarronear. Esto ocurría en la época de mi juventud.
Pero ¿saben ustedes, caballeros, lo que excitaba sobre todo mi cólera, lo que la hacía particularmente vil y estúpida? Pues era que advertía, avergonzado, en el momento mismo en que mi bilis se derramaba con más violencia, que yo no era un hombre malo en el fondo, que no era ni siquiera un hombre amargado, sino que simplemente me gustaba asustar a los gorriones. Tengo espuma en la boca; pero tráiganme ustedes una muñeca, ofrézcanme una taza de té bien azucarado, y verán cómo me calmo; incluso tal vez me enternezca. Verdad es que después me morderé los puños de rabia y que durante algunos meses la vergüenza me quitará el sueño. Sí, así soy yo.
He mentido al decir que fui un funcionario perverso. He mentido por despecho. Yo trataba, simplemente, de distraerme con aquellos peticionarios y aquel oficial, y jamás conseguí llegar a ser realmente malo. Me daba perfecta cuenta de que existían en mí gran número de elementos diversos que se oponían a ello violentamente. Los sentía hormiguear dentro de mi ser, por decirlo así. Sabía que estaban siempre en mi interior y que aspiraban a exteriorizarse, pero yo no los dejaba salir; no, no les permitía evadirse. Me atormentaban hasta la vergüenza, hasta la convulsión. ¡Oh, qué cansado, qué harto estaba de ellos!
Pero ¿no les parece, señores, que estoy adoptando ante ustedes una actitud de arrepentimiento por un crimen que no sé cuál es? Estoy seguro de que ustedes imaginan... No obstante, les advierto que me es indiferente que se lo imaginen o no.
No he conseguido nada, ni siquiera ser un malvado; no he conseguido ser guapo, ni perverso; ni un canalla, ni un héroe..., ni siquiera un mísero insecto. Y ahora termino mi existencia en mi rincón, donde trato lamentablemente de consolarme (aunque sin éxito) diciéndome que un hombre inteligente no consigue nunca llegar a ser nada y que sólo el imbécil triunfa. Sí, señores, el hombre del siglo XIX tiene el deber de estar esencialmente despojado de carácter; está moralmente obligado a ello. El hombre de carácter, el hombre de acción, es un ser de espíritu mediocre. Tal es el convencimiento que he adquirido en mis cuarenta años de existencia.
Sí, tengo cuarenta años... Cuarenta años son toda una vida; son... una verdadera vejez. Vivir más de cuarenta años es una inconveniencia, algo inmoral y vil. ¿Quién vive después de cumplir cuarenta años? ¡Respondan sinceramente, honradamente! Voy a decírselo a ustedes: los imbéciles y los bribones. Sí, ésos son los que viven más de cuarenta años. ¡Se lo diré en la cara a todos los viejos, a todos esos respetables viejos de rizos plateados y perfumados! Lo proclamaré ante el universo entero. Tengo derecho a hablar así porque yo viviré hasta los sesenta, hasta los setenta, hasta los ochenta años!... ¡Esperen! ¡Déjenme recobrar el aliento!
Ustedes se imaginan seguramente que mi propósito es hacerles reír. Pues no; se equivocan en esto, como en todo lo demás. No soy en modo alguno tan alegre como sin duda les parezco. Por otra parte, si, irritados por toda esta palabrería (porque ustedes están irritados; lo veo), me pregunta qué soy en fin de cuentas, les responderé: soy un asesor de colegio. Ingresé en la Administración para poder comer (únicamente para eso), y el año pasado, cuando un pariente lejano me legó seis mil rublos, dimití al punto y me enterré en mi rincón. Hacía ya mucho tiempo que estaba aquí, pero ahora me he instalado definitivamente. La habitación que ocupo está en los confines de la ciudad y es fea, destartalada. Mi criada es una vieja campesina, malvada por falta de inteligencia. Además, huele mal. Me dicen que el clima de Petersburgo me perjudica, que la vida aquí es muy cara, e ínfimos los recursos de que dispongo. Lo sé; lo sé mucho mejor que todos esos sabios donadores de consejos. Pero me quedo en Petersburgo. No me iré de Petersburgo porque... Bueno, ¿qué importa que me marche o no?
Sin embargo ¿de qué puede hablar un hombre honrado con más placer?
Respuesta: de sí mismo. ¡Por lo tanto, voy a hablarles de mí mismo!"

Jan Van Eyck

No sé qué tienen los cuadros de Jan Van Eyck que me fascinan...

















sábado, 24 de marzo de 2012

Fragmento de "Lolita" (Vladimir Nabokov)

"La breve franja de arena blanca que era «nuestra playa» –de la cual nos habíamos apartado un poco en busca de profundidad–, estaba vacía en días de trabajo. No había nadie en torno de nosotros, salvo las dos figurillas tan ocupadas de la orilla opuesta y un aeroplano particular color rojo oscuro que planeó sobre nosotros y desapareció en el azul. El lugar era, en verdad, perfecto para un súbito crimen entre burbujas, y contaba además con un detalle interesantísimo: el hombre de ley y el hombre de agua, bastante cerca para presenciar un accidente y bastante lejos para no observar un crimen. Estaban bastante cerca para oír a un bañista enloquecido que se agitara y pidiera a gritos que alguien salvara a su mujer a punto de ahogarse; y estaban demasiado lejos para distinguir (si miraban demasiado pronto) que el nadador desesperado sujetaba a su mujer debajo del agua. Todavía no me encontraba en esa etapa; sólo quiero expresar la facilidad del acto, lo cuidado del planteo. Mientras tanto, Charlotte seguía nadando con concienzuda torpeza (era una sirena muy mediocre), pero no sin cierto solemne placer (¿acaso no estaba su tritón junto a ella?); y al tiempo que yo observaba, con la rigurosa lucidez de una futura meditación (es decir, tratando de ver las cosas como recordaría haberlas visto), la vítrea blancura de su cara mojada tan poco tostada a pesar de todos sus esfuerzos, y sus labios pálidos, y la desnuda frente convexa, y la tensa gorra negra, y la carnosa nuca mojada, me dije que cuanto debía hacer era quedarme a la zaga, tomar aliento, atraparla por el tobillo y sumergirme con mi cadáver cautivo. Digo cadáver porque la sorpresa, el pánico y la falta de experiencia la harían aspirar de golpe un mortal galón de lago, mientras yo la sujetaría por lo menos durante un minuto, con los ojos abiertos bajo el agua. El gesto fatal pasó como la cola de un cometa a través de la blancura del crimen completa. Era como un terrible ballet silencioso: el bailarín sostenía a la bailarina por los pies y se hundía en la penumbra cristalina. Yo no podía subir a la superficie en busca de un bocado de aire, sin dejar de sujetarla bajo el agua, para después volver a sumergirme tantas veces como fuera necesario. Y sólo cuando el telón cayera para siempre sobre ella, me permitiría pedir auxilio. Y cuando veinte minutos después, los títeres cada vez más grandes llegaran en un bote a remo, pintado a medias, la pobre señora Humbert Humbert, víctima de un calambre o una oclusión coronaria, o de ambas cosas, estaría de cabeza sobre el limo del fondo, a unos treinta pies de la sonriente superficie del lago.
Sencillo, ¿no es cierto? Sólo que... ¡no me resolvía a hacerlo!
Charlotte nadaba a mi lado –una foca confiada y torpe–, y toda la lógica de mi pasión gritaba en mis oídos: ¡Éste es el momento! Pero no podía. Me volví en silencio hacia la playa, y en silencio, concienzudamente, ella también volvió, y el infierno seguía gritando su consejo y yo seguía sin resolverme a ahogar a la pobre criatura gorda y resbalosa. Los gritos se hicieron cada vez más remotos, mientras yo me hacía clara cuenta del melancólico hecho de que ni al día siguiente, ni el viernes, ni ningún otro día o noche podría ya darle muerte. Oh, me veía a mí mismo golpeando de alienación los pechos de Valeria o lastimándola de algún otro modo, y me veía con igual claridad disparando contra el vientre de su amante y haciéndole exclamar «¡Aaah!» y desplomarse. Pero no podía matar a Charlotte, sobre todo cuando las cosas no eran a la postre tan
desesperadas, quizá, como parecían a primera vista en esa desdichada mañana. Si la atrapaba por el pie a pesar de sus pataleos, si veía sus ojos estupefactos y oía su voz atroz, si pasaba por esa ordalía, el espectro de mi mujer me acosaría durante toda la vida. Si hubiera vivido en 1447, y no en 1947, acaso habría vendado los ojos de mi naturaleza apacible administrando a mi mujer algún veneno clásico de una ágata hueca, algún delicado filtro letal. Pero en nuestra era de la clase media no habrían resultado los métodos empleados en los dorados palacios del pasado. Ahora hay que ser científico si se quiere ser asesino. No, yo no era ni una cosa ni la otra."

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miércoles, 21 de marzo de 2012

Cinémonde

Seguro que a muchos no os suena pero Cinémonde fue una revista francesa sobre cine muy importante hace unas cuantas décadas. Mirando sus portadas uno no puede evitar sentir ganas de viajar al pasado.