miércoles, 7 de marzo de 2012

Fragmento de "Molloy" (Samuel Beckett)

"El cuarto olía a amoníaco, bueno, no solo a amoníaco, pero a amoníaco, a amoníaco. Ella me distinguía por mi olor. Su viejo rostro apergaminado y velludo se iluminaba, estaba contenta de haberme olido. Articulaba mal, con un ruido como de astillero, y casi nunca se daba cuenta de lo que decía. Cualquier otro que no fuera yo se habría extraviado en esta cháchara chasqueante y chisporroteante, interrumpida únicamente por sus momentos de inconsciencia. Aunque yo tampoco venía para escucharla. Me comunicaba con ella golpeándole el cráneo. Un golpe significa sí; dos, no; tres, no sé; cuatro, dinero; cinco, adiós. Me había costado mucho adiestrar a este código su entendimiento arruinado y delirante, pero lo había conseguido. Claro que podía ser que ella confundiera sí, no, no sé y adiós, pero eso no tenía importancia, porque yo también los confundía. Ahora bien, lo que había que evitar a toda costa era que asociara los cuatro golpes con otra cosa que con el dinero. Así, pues, durante el período de adiestramiento, al mismo tiempo que le daba los cuatro golpes en el cráneo le pasaba un billete de banco por la nariz o se lo embutía en la boca.

¡Hay que ver lo ingenuo que era yo entonces! Porque ella había perdido la noción de mensurabilidad, si no del todo, sí por lo menos la facultad de contar más allá de dos. Hay que hacerse cargo, de uno a cuatro era demasiado para ella. Cuando llegábamos al cuarto golpe creía que era el segundo, los dos primeros se habían borrado de su memoria tan rápidamente como si no hubiesen existido nunca, si bien no acabo de comprender cómo una cosa que no ha existido nunca puede borrarse de la memoria, aunque es algo que vemos todos los días. Debía creer todo el rato que yo le iba diciendo que no, cuando nada estaba más lejos de mis intenciones. A la luz de tales razonamientos,me dediqué a buscar, y acabé encontrando un medio más eficaz de insuflar en su espíritu la idea de dinero. Consistía en sustituir los cuatro golpes dados con el índice por uno o varios (según mis necesidades) puñetazos en el cráneo. Esto sí que lo comprendía. Por lo demás, no iba a verla por dinero. Me llevaba dinero, pero no venía para esto.

 No le guardo demasiado rencor a mi madre. Sé que hizo todo lo posible para que yo no naciera, salvo lo principal, y si no consiguió deshacerse de mí fue porque el destino me reservaba otra letrina peor. Pero con que haya tenido tan buenas intenciones me doy por satisfecho. No, no me doy por satisfecho, pero siempre le tendré en cuenta a mi madre los esfuerzos que hizo por mí. Y le perdono haberme zarandeado un poco los primeros meses y haberme amargado el único período ligeramente potable de mi enorme historia. Y también le tendré siempre en cuenta que no haya reincidido, instruida por mi ejemplo, o se haya detenido a tiempo. Y si algún día debo buscar algún sentido a mi vida, empezaré a hurgar por ahí, por el lado de esta pobre ramera unípara y de mí, último de esta calaña, no sé cuál. Añadiré, antes de pasar a los hechos, pues parece que realmente debiera hablarse de hechos, acaecidos aquella lejana tarde estival, que con aquella vieja sorda, ciega, incapacitada y demente, que me llamaba Dan y a la que yo llamaba Mag, con ella, y solo con ella, yo..., no, no puedo decirlo. Es decir, podría decirlo, pero no lo diré, sí, me sería fácil decirlo, porque sería mentira. ¿Qué veía yo de ella? Invariablemente, una cabeza, las manos a veces, alguna vez los brazos. La cabeza, siempre. Cubierta de vellos, de arrugas, de porquería, de babas. Una cabeza que ennegrecía el aire. No es que lo que pudiera verse tuviera mucha importancia, pero siempre es un comienzo. Era yo quien sacaba la llave de debajo de la almohada, quien cogía el dinero del cajón, quien volvía a dejar la llave bajo la almohada. Aunque no iba a verla por dinero. Creo que venía una mujer cada semana.

Una vez, vagamente, precipitadamente, posé mis labios sobre aquella pequeña pera grisácea y arrugada. Puaf. No sé si aquello le gustó. Su cháchara cesó un momento para reanudarse a continuación. Supongo que se preguntaría qué le estaba ocurriendo. Quizá se dijera puaf. Exhalaba un hedor insoportable. Debía de ser cosa de los intestinos. Perfume de antigüedad. No es que la critique, yo tampoco destilo esencias de Arabia. ¿Voy a describir el cuarto? No. Ya tendré ocasión más tarde, posiblemente. Cuando vaya a refugiarme allí, como último recurso, ya sin ningún pudor, con el rabo entre las piernas, vete a saber."

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