Varias veces tuve ocasión de observarla desde lejos. Como no veía a nadie y creía que estaba sola, a veces se decidía a apartarse un poco de su rincón: avanzaba cojeando a lo largo de la empalizada hasta alejarse diez o doce pasos de su sitio, después regresaba, y otra vez volvía a salir, como si estuviera haciendo ejercicio. En cuanto me veía volvía de inmediato a su rincón cojeando y dando saltitos pero a toda prisa, y una vez allí echaba la cabeza hacia atrás, abría el pico y erizaba el plumaje, aprestándose para la lucha. Nunca fui capaz de aplacarla con caricias: intentaba darme picotazos y peleaba, no aceptaba la carne de vaca que le ofrecía y, todo el tiempo que estaba al lado de ella, me miraba fijamente a los ojos de un modo feroz y penetrante. Apartada, rencorosa, esperaba la muerte, sin fiarse de nadie, sin someterse a nadie. Al final pareció que los reclusos volvieron a acordarse del águila, y aunque nadie se había preocupado ni había pensado siquiera en ella durante unos dos meses, de pronto se despertó una especie de compasión generalizada por el ave. Se apuntó la idea de sacarla del penal. "Si tiene que morir, que no sea en prisión", decían algunos.
Un día, después de la comida, cuando el tambor anunció la salida para el trabajo, cogieron el águila, le cerraron el pico con la mano porque intentaba combatir ferozmente, y se la llevaron fuera del penal. Llegaron hasta el terraplén. Los reclusos, unos doce, que integraban esta cuadrilla estaban intrigados por ver dónde iría. Curiosamente, todos parecían satisfechos, como si fueran ellos mismos quienes, en alguna medida, recobraran la libertad.
Desde el terraplén, soltaron el águila hacia la estepa. Era un día frio y gris de pleno otoño. El viento silbaba en la extensión desnuda y resonaba en la hierba de la estepa: amarillenta, reseca, hecha jirones. El águila se lanzó en línea recta, agitando el ala lastimada, como si se apresurara a escapar de nosotros, partiendo a la aventura. Los reclusos seguían con curiosidad las apariciones intermitentes de su cabeza en la hierba.
- ¿Os habéis fijado? -dijo uno pensativo.
- ¡Y nunca mira para atrás! -añadió otro-. Ni una sola vez, compañeros, ha mirado para atrás, ¡solo piensa en escapar!
- ¿Qué te creías, que iba a girarse para darte las gracias? -observó un tercero.
- La libertad, ya se sabe. Y ella ya presiente la libertad.
- Si, la libertad...
- Y ya no se la puede ver, compañeros...
- ¿Qué hacéis ahí parados? ¡en marcha! -gritaron los soldados de la escolta, y todos, en silencio, se dirigieron despacio al trabajo."
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